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17 de octubre de 2023

Carta del P. Paul Schneider, Misionero en Lagarba (Etiopía)

 LA NOCHE DE LOS LADRONES, ESPAÑA Y LOS MONASTERIOS DE CLAUSURA


15 de Octubre de 2023, Fiesta de Santa Teresa de Jesús

Hola, amigos:

Desde junio había dejado de llover, y así estuvo el cielo cerrado durante dos meses, negando a la tierra las lluvias habituales en esa estación. El sorgo, a pesar de las bandadas de pájaros que picotean sus copas por las mañanas, resistió. Sin embargo, la mayor parte del maíz se abrasó por el sol y la falta de humedad, y ya no queda sino una cuarta parte de lo que había germinado. Otros cultivos corrieron una suerte similar.

Poco después del último mensaje que os escribí en agosto, se empezaron a producir robos en las casas de los vecinos: una vaca por aquí, un par de ovejas por allá, un cultivo de khat recolectado furtivamente por la noche, etc. El colmo fue una noche que en Kirara, el único pueblo de este valle, unos seis comercios fueron saqueados. Debieron ser más de veinte individuos, organizados y sigilosos, los que perpetraron estos robos en una misma noche. Forzaron cerraduras y ventanas, y extrajeron los productos y todo el dinero que encontraron, todo sin que nadie se despertara ni oyera nada. Os podéis imaginar los disgustos y lamentos a la mañana siguiente. Hay quien dice que lo debieron hacer drogados de hachís, porque no se corresponde el sigilo y parsimonia con que actuaron con la tensión de poder ser sorprendidos en el acto de robar: aquí se tiene tal odio a los ladrones que muchos dueños serían capaces de matar a palos al que intente robar su ganado, su grano, su dinero, o cualquier mercancía. Y no penséis que estos ladrones son los más pobres acuciados por la necesidad, porque todos aquí siguen viviendo de la cosecha trillada el pasado enero. Según la opinión de mis vecinos, lo más seguro es que fueran individuos ansiosos y egoístas que, previendo un año de carestía por esa falta de lluvia, robaron compinchados para no ver reducidos sus propios graneros en los meses siguientes. Afortunadamente, hacia finales del mes llovió abundantemente durante muchos días, y los campos se recuperaron, y se volvieron a sembrar otros cereales y legumbres como lentejas y garbanzos, porque el tiempo para sembrar sorgo o maíz ya ha pasado, y se siembra lo que pueda dar fruto de aquí a diciembre, y ya eso que se coseche maduro y seco se venderá para comprar en otro mercado el grano del cultivo que aquí se malogró.

Esto es una lección de vida. Casi nunca hacemos el mal porque la vida nos apriete o Dios nos haga sufrir. Casi siempre hacemos el mal porque nos ponemos ansiosos, dejamos de confiar y perdemos la paz. Mi misión como sacerdote y predicador es sembrar la paz, la esperanza, la confianza en Dios. Predico siempre el perdón, porque la rabia y el resentimiento no sirven de nada. Dios, su creación y el trabajo son la fuente de nuestra alegría: "Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas. (Sal 126, 5s)". La ansiedad, que nos afecta a todos, es a menudo síntoma de una espiritualidad pobre. Hay casos de gente aquí que ha enloquecido hasta el punto de deambular sin ropa y con el rostro desencajado por haber hecho inversiones en terrenos, y haberlo perdido todo por una sequía o por la plaga de langostas de hace tres años.

Es sabio precaverse del dios Dinero, no adorar a la diosa Fortuna. Al mencionarse, este dios se suele entender en su vertiente hedonista, de despilfarro, avaricia, lujo y comodidad. Sin embargo, su cara menos conocida es la más cruel: la falsa seguridad que ofrece a las personas prudentes y "normales" de clase media y el horror ante la idea de que deje de sernos propicio, que estemos en apuros por perder su favor. La mayoría de mi gente de Lagarba, al ser muy pobre, no confían en el dios dinero porque tienen muy poco, y les resulta más sencillo confiar en Dios y ya está. Podrían mejorar sus hábitos laborales, económicos y asociativos para ganar y ahorrar más, pero no lo hacen. De ahí que sean, a su modo, unos santos. Porque no adoran al dios dinero. Eso sí, yo quisiera sacarles de la pobreza, para que puedan al menos comer bien y vestir bien, porque todos somos hijos de Dios.

Estos últimos meses estoy leyendo con fruición la nueva tesis doctoral de mi amigo y anterior párroco, el P. Gonzalo Pérez-Boccherini, titulada "El alma Católica de España", y me está enseñando mucho. El libro del P. Gonzalo recorre la historia de España y el pensamiento del cardenal primado Don Marcelo González (1918-2004), desde la conversión al catolicismo del rey visigodo Recaredo hasta nuestros tiempos, y pone de manifiesto los tesoros espirituales y culturales de nuestra nación y el ardor misionero y evangelizador de cientos de miles de hombres y mujeres que salieron de España y murieron en tierras lejanas llevando el amor de Cristo, y otros tantos millones de hombres y mujeres que llevaron la antorcha de la fe en cada generación en suelo patrio, a veces sufriendo persecución y hasta el martirio, por transmitir a sus hijos el amor a la Eucaristía, a la Cruz y a nuestra Señora.

Yo nunca me he señalado en mi patriotismo de un modo particular, ni en mis predicaciones, ni llevando adornos con los colores de la bandera de España, ni mucho menos con opiniones políticas. Además, ni siquiera nací en España, soy español por parte de madre y por mi educación desde 1° de EGB. Pero a medida que me hago mayor -cumplí 40 el pasado agosto-, e iniciado ya mi séptimo año en la misión entre la tribu de los Oromo en un lugar recóndito de África oriental, tomo conciencia, con asombro y profundo agradecimiento, de la herencia espiritual y cultural que traigo conmigo, tan mía que no suelo ser consciente de ella. Es la fe en Jesús de Nazaret, el Dios-hombre, transmitida por los apóstoles y enriquecida con la vida y doctrina de miles de santos españoles de un milenio y medio. Ellos son mi religión y mi nación, el motivo por el que yo puedo hoy amar a Jesús y dar su amor a los demás.

En abstracto, ninguna nación es mejor que otra, y todos los pueblos tienen tradiciones valiosas, algo que aportar al mundo, y un porvenir. También, como en otros países, en nuestra España la gente habitualmente está descontenta con la situación política, económica y social, y los complejos de culpa y de inferioridad no faltan, y también en la Iglesia católica en nuestro país hay errores y pecados, y lugares y comunidades donde parece que no hay unidad, ni ilusión ni esperanza. Al parecer de algunos, lo único de lo que puede estar orgullosa España es del fútbol, de las playas y de su cocina. De otros países han salido personajes de una influencia indiscutible, por sus conquistas y logros culturales y científicos. De España no ha salido un Alejandro Magno, un Julio César, ni un Gengis Khan. Tampoco hicimos pirámides como los egipcios ni fuimos la cuna de la filosofía como los griegos ni codificamos el derecho como los romanos. Tampoco en la época actual sobresalimos por nuestra industria y tecnología, y de España no ha salido ningún cohete a la luna.

No obstante, como creyente y como misionero, desde mi pequeña y querida mision de Lagarba, y habiendo leído la obra de investigación, tan extensamente documentada, del P. Gonzalo, me reafirmo como orgulloso hijo de España, y por eso mismo, con redoblado amor, hermano de todos vosotros, que leéis mis mensajes, y que compartís conmigo una experiencia de historia común, aunque sea una historia herida también por conflictos y divisiones. Es particularmente nuestra la pléyade de santos gloriosos, desde san Isidoro de Sevilla, san Leandro, san Ildefonso, santo Domingo de Guzmán, todos los del siglo de Oro, hasta nuestros días, la influencia profundísima que han tenido en la sociedad, la educación, el Derecho de Gentes, la Evangelización de América, la fundación de innumerables congregaciones religiosas dedicadas a los pobres y enfermos, a los cautivos y a los que contraían la lepra y la peste. Todo influye en lo que somos, cómo somos, cómo pensamos, cómo sentimos, cómo hablamos, cómo entendemos la moral y nos relacionamos con los demás.

En lo que se refiere a fe y evangelización, a experimentar el amor de Cristo y llevarlo hasta los confines del mundo, difícilmente se podrán encontrar en otra nación personas tan configuradas con Cristo como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, san Juan de Ávila, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Francisco de Borja, por sólo hablar de los más conocidos del siglo de Oro español. Dejo sin mencionar centenares de santos y santas insignes, de todas la geografía española y de todos los siglos, desde el siglo IV hasta el siglo XX, cuya influencia ha sido increíble. Hasta el día de hoy en 2023, somos el país con más misioneros en el extranjero, estamos a la cabeza de todos los demás países, y yo tengo el privilegio de contarme entre ellos.

A finales de agosto fui a visitar a mi hermana María, que vive con su familia en California. Pude visitar algunas misiones franciscanas históricas, fundadas por el P. Fray Junípero Serra (1713-1784). Estas misiones a lo largo de la costa de la Baja California tienen una historia gloriosa, y sus fundadores, en su mayoría españoles, fueron auténticos héroes, exploradores llenos de iniciativas, muchos de ellos anónimos y sin más interés que llevar el Evangelio, y siempre empezaron con medios muy pobres y crearon misiones florecientes, donde siempre acogieron a todos: indios, mexicanos, mestizos y norteamericanos. Las misiones franciscanas fueron el germen y centro de las ciudades que ahora conocemos: San Diego, los Ángeles, santa Bárbara, Santa Ynez, y muchas más. Aunque mi diócesis de Getafe es joven (se acaban de cumplir 32 años se su inicio, su división de la que era la diócesis de Madrid-Alcalá) y somos muy pocos los sacerdotes diocesanos en misión en el extranjero, no me siento solo. Me siento parte de una diócesis y de una España viva y misionera, cuyas entrañas se conmueven por los pobres de toda la tierra, una España que sigue siendo inequívocamente católica en su identidad (ya sea en pro o en contra), y que de un modo u otro quiere llevar amor y compasión a los migrantes, a las minorías, a los que sufren, a los que no tienen voz pública, a los que se sienten solos y abatidos por los infortunios de la vida.

Hace ya dieciséis años que soy cura, y siempre recuerdo con cariño mi seminario de Getafe. En la formación sacerdotal que recibí, si bien se partía de la base de que íbamos a trabajar en nuestra diócesis, en España, tan necesitada ahora de una nueva evangelización, no por eso se ponía en cuestión la necesidad y pertinencia de ir a otros lugares, a tierras lejanas y pobres. La historia nos enseña que cuantos más misioneros se exportan, y cuanto más generosa es una diócesis o una congregación religiosa en ese sentido, más crecen los frutos espirituales, la alegría y el apostolado en las propias comunidades de envío. Con la comunicación de experiencias, las visitas y labores misioneras, la oración por los pueblos evangelizados y perseguidos, crece la fe. Además, sorprende que Jesús dijera que ningún profeta es bien recibido en su tierra (Lc 4, 24) y que en cuanto no nos reciban en una casa o en un pueblo, nos sacudamos el polvo de nuestros pies y nos vayamos a otro lugar a anunciar el Evangelio (Lc 10, 11). Es como si Jesús nos azuzara y nos quisiera siempre en movimiento a los que hemos consagrado nuestra vida a la evangelización.

En cualquier caso, lo que más debemos buscar es el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se nos dará por añadidura (cfr. Mt 6, 33). Al referir estas palabras de Jesús pienso en las vocaciones contemplativas, en los monasterios de clausura. Ellas (y ellos) han entrado en unos muros para vivir totalmente para Dios, y la misión de la Iglesia -y mi humilde misión aquí en Lagarba- no serían posibles sin ellas, sin su oración y su vida ofrecida como incienso para Dios. Aparte de las monjas de San José de Cluny, que me educaron de niño, sólo he tenido amistad y trato cercano con religiosas de cuatro conventos: las Carmelitas del Cerro de los Ángeles y de la Aldehuela, las Clarisas de Cantalapiedra y las hermanas de Iesu Communio. No mantengo correspondencia con ellas, pero estoy seguro de que rezan por mí.

Al hilo de esto, y por terminar: en otras ocasiones os he pedido dinero, ahora no. Ahora lo que os pido por favor a todos es que les pidáis a todas las monjas de clausura que conozcáis, que recen por mí y mi misión de Lagarba, para que mis cristianos lo sean de verdad, estén llenos de amor a Jesucristo, y los musulmanes se conviertan, y yo pueda ir al Cielo llevándome a mucha gente. Ya sea que vayáis individualmente o en grupo a visitar un monasterio, por favor habladles de mí, de Lagarba y de mi misión, y pedidles oraciones, y rezarán, porque las monjas de clausura se acuerdan de todo, tienen una memoria prodigiosa para nombres, personas, circunstancias, y las necesidades e intenciones que se les encomiendan. Probablemente estas almas contemplativas sean las que más hacen por el mundo.

Un abrazo y hasta la próxima,

P. Paul Schneider 

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