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4 de septiembre de 2018

Experiencia de Misiones en Manila #VeranoMisión


El pasado mes de agosto, un grupo de 18 personas de la Diócesis de Getafe, incluidos dos sacerdotes estuvimos de misiones en Manila (Filipinas). La gran mayoría nos conocíamos de antes ya fuese por campamentos, familia o por comunidades del camino de forma providencial y a través del subdelegado de juventud de Getafe, formamos una pequeña iglesia en aquella ciudad. Sus nombres son: Pablo, Patxi, Clara, Luis, Cristina, Isabel, Gabriel, María, Dani, Jesús, Ali, Almudena, María, Isabel, Irene, Dani, Miriam y Juanjo quien os escribe. Me parece importante nombrarles a todos pues Dios quiso hacer su obra en nosotros y qué mayor testimonio que ese.
Estuvimos alojados en el Hospicio de San José de Manila, allí residían desde bebés y recién nacidos que o bien no podían ser cuidados por sus padres y los dejaban allí al cuidado de las monjas y voluntarios o habían sido abandonados, justo la última semana llegó un niño de tan solo cuatro días, os podéis imaginar las preguntas que uno se hace viendo a aquella criatura; también estaban los niños más pequeños todos ellos muy trastos y alegres, nada más entrar por la puerta, sin conocerte de nada trepaban sobre nosotros para que los cogieras y abrazaras, cuánto tenemos que aprender de ellos; un gran grupo de ancianos y ancianas a los que se les llamaban Lolos y Lolas que siempre que te veían te saludaban con cariño; Patxi, Clara, Luis, Gabriel, Dani, María, Isabel, Irene, Alicia y Jesús visitaban a un gran grupo de chicos y chicas con discapacidad con los que teníamos mucho trato, el simple hecho de nuestra presencia para ellos era un mundo, ¡debemos aprender tanto! Allí veíamos a Dios; un grupito de niñas que habían sido abusadas vivían juntas, Almudena, Miriam, Cris e Isa hicieron una labor preciosa con ellas, nos contaron que es impensable el aborto, veían cómo una de las chicas iba con gran cariño y responsabilidad a visitar a su bebé que estaba en el hospicio, para darle de comer y estar con él; los homeless (sin hogar) que iban todos los días a ducharse y a comer con sus hijos; y muchas personas más las cuales por tiempo no pudimos conocer y echar una mano. 
Allí no sólo estuvimos haciendo voluntariado, nos repartíamos en pequeños grupos que íbamos rotando para intentar llegar a más gente. Visitábamos a las Misioneras de la Caridad de madre Teresa de Calcuta, ellas tenían dos residencias: una para abuelillos y otra para niños pequeños con y sin discapacidad. Es allí donde más tiempo estuve junto con Isabel que es fisioterapeuta y enfermera en un colegio de niños con parálisis cerebral y María que era nuestra traductora oficial. Sabiendo que por mucho que hiciéramos no íbamos a cambiar la realidad de estas personas se me venía todo el rato al corazón las palabras de Santa Teresa de Calcuta “a veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota”, es por eso que en cierta medida y a veces costándome demasiado aceptar eso me dejaba llevar. Es impactante entrar por la puerta del hospicio y ver la situación en la que se encuentran los niños, a veces era difícil ver que detrás de las deformidades y las diferentes discapacidades se esconden personas, como tú y como yo. Es muy sencillo decir ¡pobrecitos! pero me atrevo a decir que allí se respiraba amor. Un amor que siendo sincero me falta tantas veces en España. Allí las mujeres que trabajaban, junto con las Sisters cuidaban a estos niños, rezaban juntas, lavaban la ropa y la tendían siempre con ayuda de los voluntarios de allí. Isabel empezó a hacer sus terapias con los niños y nos enseñó a María y a mí cómo hacerlas, es cuando aparece en esta historia una monjita que nos hizo preguntarnos muchas cosas, Sister Milagrosa. Ella, desde el primer momento en que nos vió, se fió de nosotros y nos dejó hacer, se venía con su libreta apuntando el nombre de cada niño para ella también, cuando nosotros ya no estuviéramos, seguir con las terapias y os puedo asegurar que eran bastantes niños. Entre unas cosas y otras gracias a ella acabamos dando formación a las mujeres que trabajaban allí, más de treinta. No sabemos a día de hoy el fruto de aquello pero sí que nos gusta pensar que fue una gota en el mar. 

Yo casi siempre estaba con un niño de allí, desde el primer momento en que nos vimos y le cogí en brazos tuvimos una gran conexión entre nosotros. Ese niño me demostró cómo cuida Dios a sus hijos. Realmente a lo que me dedicaba era a cogerle, puesto que siempre estaba tumbado en una cama y retorcido, darle de comer, hacerle de reír, sacarle al patio para columpiarnos y quererle. Como él no hablaba me decía muchas cosas con su mirada y su risa que jamás olvidaré. Puesto que no sé si nos volveremos a ver, me quedo muy tranquilo porque sé que allí está cuidado y querido. Todos ellos lo están gracias al cuidado y dedicación de estas mujeres. Nunca he visto, y eso que soy profesor, lo mucho que estos niños eran queridos, educados y enseñados por estas madres en ningún sitio. 

Allí también realizamos una gran labor con los abuelos, estando con ellos, lavando y tendiendo ropa de niños y abuelos y si no que se lo cuenten a Pablo, Luis, Gabriel, María, Isabel, Cris, Dani, Irene, Patxi, Clara, Ali, Jesús, Dani, Miriam… 

Una realidad más que vivimos fue una misión evangelizadora con una parroquia de allí y unas comunidades del Camino las cuales nos ayudaron a ponernos en contacto con diferentes familias y niños que vivían allí en situaciones extremas. Los niños iban a la parroquia a comer y después se les daba una pequeña catequesis y se les acompañaba a sus casas donde conocimos de primera la realidad en la que viven. Patxi, Pablo, Clara, Luis, Cris, Isabel, María, Gabriel y Dani hicieron una preciosa labor. 

Estando allí nos pusieron en contacto con la fundación Anak. Conocimos al padre Matthew, sacerdote que tiene un hospicio y que se acerca todos los viernes al basurero de Manila a realizar una oración con el Santísimo invitando a todos los niños y familias que viven allí para ponerlas ante Jesucristo, pues como bien nos decía, sólo Él puede sanar y salvar a estos niños, después se les invitaba a quedarse en el hospicio. En la fundación estuvimos rezando con todos los niños que habían aceptado hacía ya muchos años atrás esa invitación. Ahora pueden tener una vida mejor. 

Tantas y tantas historias vividas que a día de hoy siguen resonando en nuestra memoria y de las cuales poco a poco vamos reconociendo de esta gran experiencia que nos traemos a casa, experiencia de Dios y de Iglesia vivida en tan solo 23 días, no sé si nos ha hecho mejores personas, o más buenos… lo que sí sabemos es que nos ha ayudado a conocernos más y a ver la misericordia que tiene Dios con nosotros.

                                                                                                                        Juanjo García Rodríguez

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