Hoy que se celebra Sta. Teresita de Lisieux, Patrona de las Misiones y este es un testimonio apropiado para este día misionero. Se trata del grupo de jóvenes que fueron a San Salvador, este verano, con el padre Mateo Felipe Romero Padrón de la parroquia S. Vicente de Paul de Valdemoro y vicario de Sta. Mª. Magdalena de Ciempozuelos, actualmente.
"Misionero". Después de 28 días en El Mozote, un pueblo perdido en el departamento de Morazán, en El Salvador, puedo decir con certeza que "misionero" es la mejor manera de describir a Inma, Pascu, Ana González, Alessia, Lluca, Richi, Carmen Harguindey, Macarena, Sofi, Elisa, María de Mingo, Carmen Vázquez, Lucía Manrique, Juan, Lucía García, María Cornide, Marta, Valeria, Ana Ybarra y al Padre Mateo. 20 personas que acabamos, de alguna forma, en ese pequeño pueblo, entregándonos al máximo.El 17 de julio de 2024 aterrizamos en San Salvador, la capital, llenos de ilusión, miedo (tanto a los bichos como a las 14 horas de vuelo), incertidumbre y ganas. Antes de llegar, tuvimos varias reuniones para prepararnos, y en una de ellas nos dijeron que las monjas que nos recibirían en El Mozote llevaban dos años rezando por cada uno de nosotros. Eso me dejó impresionada, saber que Dios ya había preparado este camino para nosotros dos años atrás, aun sin conocernos. Y ahí estábamos, dispuestos a entregarnos al completo.
Los primeros tres días, la comunidad católica "El Salvador del Mundo" nos recibió como si fuéramos parte de su familia. Nos enseñaron la ciudad y nos contaron sobre San Óscar Arnulfo Romero, el santo que nos acompañaría en la Misión. Él entregó su vida por el pueblo salvadoreño, y estamos convencidos de que estuvo con nosotros todo el tiempo. Esos días nos sirvieron para empaparnos de la cultura y la historia de un país pequeño, pero lleno de sufrimiento. Poco a poco, nos dimos cuenta de que no íbamos solo a dar, sino a aprender de las personas que conoceríamos, de su capacidad de salir adelante con la fe en Dios.
La capilla de adoración perpetua fue un regalo de Dios durante esos días. Está en una pequeña col
ina
dentro del recinto de la casa, y el Señor está expuesto las 24 horas del día. Es un lugar impresionante,
donde solo estás tú y Él, con el sonido de la lluvia de fondo y los bichos que nos venían a visitar de
vez en cuando. Tuvimos la suerte de ayudar a las hermanas acompañando al Señor por las noches.
Subíamos en parejas a adorar durante una hora cada noche. A veces costaba más, a veces menos,
pero lo importante es que estábamos allí, pidiendo por la gente que íbamos conociendo y por ser
instrumentos de Dios. Todos los domingos nos reuníamos para compartir cómo nos sentíamos y
cómo veíamos la Misión, y aunque estuviésemos cansados, felices o tristes, siempre llegábamos a la
misma conclusión: la oración es lo más importante. Subir a la capilla al menos cuatro veces al día, era
lo que sostenía la Misión y a nosotros mismos.
Algunos días, mientras unos se quedaban en El Mozote, otros iban a misionar a comunidades cercanas, a ayudar a las personas que íbamos conociendo o a visitar el colegio en el que disfrutábamos muchísimo estando con los niños. Muchos de estos niños iban los sábados a la casa de las hermanas a recibir catequesis y durante el tiempo que estuvimos ahí la dábamos nosotros. En una de ellas hablando sobre la vocación, hicimos una pregunta: “¿alguno sabe cuál es su vocación?”, y varios de ellos contestaron: “yo quiero ser misionero como Ustedes”. Es difícil expresar con palabras lo que sentimos en ese momento, pero en resumen, una inmensa felicidad.
Las misas eran momentos muy especiales. Rezábamos el rosario con la gente del pueblo, y el Padre Mateo, conocido cariñosamente como "Padrecito Mateo", antes de la misa confesaba durante más de una hora. Los jueves, además, teníamos una hora de adoración, que siempre se alargaba porque Mateo seguía confesando. Después de misa, nos dividíamos para visitar las casas del pueblo y los alrededores. Siempre nos recibían con los brazos abiertos y nos ofrecían un “pequeño refrigerio”, lo que venía siendo un buen plato de comida. Su generosidad nos impresionaba.
Algunos de nosotros acompañábamos al Padre Mateo y a las hermanas a llevar la comunión a los enfermos o ancianos que no podían ir a misa. Esos momentos fueron muy especiales, porque podíamos conocer mejor a las personas, escucharlas y acompañarlas. No íbamos para cambiar su situación, sino para estar con ellas y hablarles de Dios. Puede parecer una locura cruzar“el charco” solo para hablar de Dios, pero para nosotros, no había mayor sentido en esa "locura". Es lo mínimo que podría hacer una persona que ama realmente al Señor y que quiere entregar su vida por completo a Él, dándose a los demás y llevando el Evangelio al mundo entero.
Las tardes eran un no parar. Después de comer, recibíamos a niños, jóvenes y adultos para darles clases de lectura, matemáticas, lengua y hasta guitarra. Mientras unos daban clases, otros misionaban en una comunidad cercana llamada "La Laguna", a la que le cogimos mucho cariño. Nos alegra saber que, hasta el día de hoy, siguen rezando el rosario. Lo que empezó con jugar al futbol después de misa, terminó con unas misas y rosarios en los que participaba toda la comunidad, sobre todo los niños. Nos conmovió mucho cuando el último día Tomás, un miembro de la comunidad con un inmenso anhelo en el corazón de querer que cambien las cosas, dio un discurso entre lágrimas animando a todo el mundo a continuar y mantener, aunque fuese poco, lo que les habíamos podido enseñar. Se nos saltaron a todos las lágrimas al escuchar esas palabras ya que eran verdaderamente uno de los frutos de esta Misión. Ya solo con eso valía la pena todo. El día más especial fue sin ninguna duda el último, el día de los bautizos. Ojalá no hubiese terminado nunca porque realmente sentimos una felicidad que estoy segura de que era un trocito del cielo. Se bautizaron un total de 7 niños, tanto de la comunidad de El Mozote como de La Laguna. Fue un día en el que las lágrimas fueron las protagonistas. No sé realmente cómo explicarlo, se veía a Dios en cada una de las personas. Algunos de los misioneros tuvimos la gran suerte de poder ser padrinos de los niños que se iban a bautizar y, sin ninguna duda, puedo decir que es uno de los mayores regalos que nos ha hecho Dios. Ver como Mauricio, nuestro ahijado, nos miraba a Richi y a mí, y con una sonrisa nos decía “por fin voy a ser hijo de Dios”, me llenaba de felicidad. Cuando por fin se bautizó fue corriendo a abrazar a su madre y en sus brazos se puso a llorar desconsoladamente de la alegría que sentía.Al terminar la misa tocaban las despedidas, ese momento que sabíamos que iba a llegar pero que nadie quería que llegase. Teníamos todos un cúmulo de emociones dentro de nosotros: tristeza por irnos, felicidad de haber conocido a tanta gente maravillosa, agradecimiento a las personas de la comunidad por habernos acogido y habernos querido de esa manera… pero, sobre todo, agradecimiento a Dios por habernos escogido y habernos hecho instrumentos suyos. “Porque muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt 22, 14). Estaremos siempre agradecidos porque el Señor nos ha escogido y hemos sabido responder con un “Sí” a su llamada.
El padre Mateo nos repetía los últimos días que una parte de su corazón se quedaba allí. Y creo que eso se ha hecho verdad en todos nosotros. Eso es, en definitiva, la Misión. Dejar el corazón. DejarLe el corazón. Y que Él se valga de tu corazón para que dé fruto.Nos despedimos con una extraña sensación de alegría mezclada con la pena que nos da irnos, pero convencidos de que ahora nuestra Misión está en nuestras casas, comunidades, parroquias, y universidades, y dispuestos a seguir entregando nuestro corazón a Dios. Entregándonos en el día a día para seguir siendo misioneros, para seguir sirviéndole a Él.
Y, por supuesto, con la mirada puesta en volver algún día a aquel pueblo al otro lado del mundo que durante un mes tuvimos la suerte de considerar nuestro hogar.
DELEGACIÓN DE MISIONES DE GETAFE
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