Este verano, los jóvenes misioneros que se fueron a Camaná (Perú), vivieron esta experiencia misionera que comparten en la semana del DOMUND.
PERÚ 2024
“Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia.”
Montada en el avión de vuelta a casa pensaba en cuánto debo dar gracias al Señor y lo poco que es mi
agradecimiento comparado con todo lo que nos ha sido dado. Este julio, 22 misioneros de la diócesis
de Getafe junto con el padre Miguel Luengo, hemos estado en Perú como instrumentos de lo que
indudablemente es la ocupación más maravillosa de todas: la Obra del Señor.
Aunque las palabras que pongo por aquí son fruto de mi vivencia, a mi experiencia sin duda se le suma la de tantos otros; otros que también han descubierto que el sentido de nuestra vida no es otro que el de ser luz en un mundo de tinieblas.
La esperanza nos salva. Cárcel
Por las mañanas, parte de los misioneros íbamos a la cárcel a dar catequesis a los presos. En esa pequeña prisión de la municipalidad de Pucchún con capacidad para 90 internos en la que en realidad había 445, hemos visto auténticos milagros.
De todas las mañanas que pude compartir con ellos, hay una que guardo con un cariño especial porque sin comerlo ni beberlo “me tocó” darles una catequesis sobre el Cielo a una veintena de ellos. Sus caras durante los aproximadamente 40 minutos que duró eran de absoluta admiración, como las de los niños pequeños en la cabalgata de reyes cada 5 de enero. ¿Pero, que tenemos un hueco en el Cielo? ¿Cómo que podemos ser santos? Muchas catequesis estuvieron marcadas por las innumerables preguntas anónimas que incansablemente respondía Nacho o el cariño que le ponía Ro a rezar el Rosario con las mujeres.En la cárcel percibí el sufrimiento como nunca antes lo había visto. En el pabellón de las mujeres había dos crías de menos de tres años que marcaron profundamente mis primeros días allí. Los deditos de Luciana tocando los míos entre las rejas de la puerta de su pabellón y ver sus enormes ojos negros a través de la rendija formaban en mi garganta un nudo cada vez que alcanzaba a extenderle mi mano. Y sin embargo, ver como cada vez que entraba Javi en el pabellón sus dos bracitos le rodeaban fuertemente el cuello para abrazarle, me llenaba de esperanza y deshacía el nudo.
Porque el Señor actúa así, deshaciendo madejas.
Ante el sufrimiento del otro, encontré un consuelo fundamental en la oración. A veces solo queda descalzarse ante la vida del otro porque el terreno que pisas, a menudo quemado y en polvorosa, es sagrado. Delante del Sagrario, la mayoría de mi tiempo lo ocupaban ellos ¿cómo poder aliviar su sufrimiento cuando las palabras parece que no valen nada y el dolor es absolutamente desgarrador? Pues porque Dios existe; ¡y menos mal! El sufrimiento tiene sentido porque está Cristo padeciéndolo contigo. También me ayudaron las palabras de Luengo sobre la cárcel “una expresión del Amor de Dios puede ser también que nada te salga bien en la vida, que todo se complique, que a menudo no comprendas algo”. Escuchar la vida de algunos me llevaba a la mismísima Pasión de Cristo. Recuerdo pensar “esta gente ha acompañado al Señor en los m
omentos más duros de su vida y sin duda también Él ha estado con ellos en las heridas que mejor esconden”. Esto era lo único que a veces me salía decirles, que en el sufrimiento no están solos y que están llamados a la Eternidad. Esto, vi enseguida que era una llamada concretísima para mí; si de verdad me creo que el premio es la Vida Eterna, si me creo de verdad –como esos ojos que me miraron asombrados durante la catequesis– que el Cielo es mío, ¿cómo voy a estar más pendiente del sufrimiento terrenal que de la alegría que no se acaba?
Por eso aun así, lo que más me impactó de la cárcel y sin duda con lo que me quedo es con haber podido ver y tocar el Amor que Dios le tiene al hombre. Cómo se desvive por cada una de las almas que Él ha creado y va a buscarlas a sitios recónditos igual que el buen pastor, incluso si esos lugares pasan por la esquina del pabellón En donde algún preso estará haciéndose un huevo frito en el suelo. Eso y ver la Misericordia de Dios derramada por toda la prisión han derrumbado todos mis esquemas. Yo, que siempre he sabido que Dios es bueno, o por lo menos eso decía de boquilla. A algunos Dios nos tiene que sacar de nuestra casa, llevar al otro lado del Atlántico y mostrar su grandeza casi con confeti y luces de colores porque de otra manera, los más pobrecillos, nos olvidaríamos –aún– más rápido.
Coles - campamento
La otra mitad de los misioneros fueron a los coles de Montecarmelo y Alto Huarangal. Dos colegios ciertamente diferentes con necesidades muy –MUY– diversas.
Durante las dos semanas que a los niños les era concedido eso mundialmente ansiado por todos llamado vacaciones, hicimos un campamento urbano en uno de los coles. En el campa no faltaron los juegos, las casitas sobre la roca con coreografías incluidas, las catequesis, las competiciones deportivas o jugar al escondite con algunos niños y nuestra querida directora. Como no podía ser de otra manera, los peques venían siempre contentísimos.
Con respecto al cole, a Ana y Bea estoy segura de que el Señor las ha elegido para muchas cosas pero
que una niña se haya sentido querida por primera vez gracias a ellas ha merecido cada uno de los minutos
que han pasado en Camaná y por eso, la vocación no puede aprenderse en los libros.
Mención especial merecen René y su furgoneta –porque muchas veces la Providencia tiene nombre propio– donde se dieron algunos de los mejores conciertos “mañana me bautizo, bautizo, bautizo” y sirvió para que muchos de los niños de los cerros pudieran acercarse al campamento.
Cerros
Por las tardes nos dividíamos e íbamos a los cerros de Paraíso, Don Jorge y Bella Unión a dar catequesis y celebrar la Eucaristía. Cada uno de su padre y de su madre como se suele decir, con sus necesidades, su gente, su manera de hacer las cosas…
En Don Jorge los niños brillaban por su presencia. La encargada de este cerro era Andrea, que la misión la lleva en vena y sabe bien que se empieza desde casa. Era el primer año que veníamos aquí. y este cerro parecía poco menos que un parque de bolas con tantos niños deambulando por ahí. Los niños salían de debajo de las piedras cada vez que escuchaban el motor de nuestra furgo y que las ruedas no atropellaran algún que otro pie es obra de los muchos ángeles de la guarda que había por esas calles. Siempre me alucina todo lo que se puede aprender de los niños.Decir “Señor mío y Dios mío” siempre una vez más como Austin, hablar “de Dios de Dios de Dios” todo el rato pero también de “la Santamaría, la Santamaría”, así, todo junto. Aunque quizá más difícil que aprender de ellos es hacerse un igual como hizo Pablo, no cansarse de su vitalidad arrolladora ni de noche ni de día como Gabi, cuya alma distaba de la de Jose María por unos años y una nacionalidad o Arantxa y María Cerrillo cuya presencia de alguna manera calaba en tantísima gente, en parte por ser las más jóvenes del grupo –y también las más valientes–.
El cerro de Bella Unión, al que íbamos por segundo año, estaba encabezado por Elvi, que hacía muchas cosas más que rezar pero ninguna tan importante como esa. Hay quienes a veces nos sentimos más bien prescindibles, pero habría tantos niños que no hubieran venido si Chiva no fuera misionero y se hubiera convertido casi en un hermano para Yoshiro… o Pedrós con ese desparpajo que tiene para tenernos en vilo mientras cuenta historias y dejar huella sin siquiera pretenderlo.
A Paraíso fuimos por tercera vez –y es cierto eso que dicen porque en muchos sentidos la tercera ha sido la vencida–. A mí personalmente me ha encantado volver a esas colinas llenas de polvo desde donde casi nunca pueden verse las estrellas pero, ay cuando se ven... La capilla, el lugar en el que me enamoré de Camaná, estaba exactamente igual que el primer año, con muchas de las mismas caras y eso sí, techo nuevo. Me ha gustado especialmente ver cómo hay cosas que nunca cambian como observar a Cris en la tienda hablando con Juana o yendo a buscar a Noé; porque si alguien tiene el corazón llenito de Paraíso es sin duda ella y eso me ayuda tantísimo… También el esfuerzo de subir cada día a Julia en la silla de ruedas por la cuesta pedregosa aunque la espalda matara a Bosco o ir a la última casa del cerro a por Sabino para invitarle a bajar a Misa.
Cada vez estoy más convencida de que los cimientos de la misión son las labores menos vistas por ojillos humanos, a menudo más pendientes de los frutos visibles que de su trascendencia. Y de ello estoy convencida de verdad, no porque es lo que se suele decir o porque queda “bonito” escribirlo sino porque no hay más que venir aquí para experimentar que estos pueblos se sustentan en la oración infatigable de tantas mujeres que a su vez sostienen a los sacerdotes para que estos puedan cuidar a sus fieles como hace Luigi. Así, acompañar a un puñado de carmelitas en faenas cotidianas ciertamente aburridas, como Gabri, cuidar a los de siempre desde la discreción como Carmen o vivir la misión como María, a quien jamás vi una mala cara o quejarse por algo, se transforman en las tareas más grandes a ojos del Padre. Algunos, en esta sencillez, han reforzado la vida a la que Cristo les llama, como Sara y Juandi siendo luz en el hospital tanto en pasado como en gerundio.
Nos acostumbramos a lo bueno. Sacramentos
Bautizos, comuniones, confirmaciones… Qué difícil me parece hablar de los sacramentos sin ensuciarlos. Sacramentos: lugares de encuentro con el Señor. Y nos quedamos tan anchos cuando vamos al bautizo de un primo a alguna parroquia de Madrid. Qué barbaridad. ¡Que no te acostumbres, que esto es muy grande!
También –menos mal– he tenido la suerte de ver cómo algunos no se habitúan y si no que se lo digan a Pinazo, que al tercer bautizo debía haber estado más bien cansado de tanto levantarse y sentarse y sin embargo seguía radiante acompañando del primero al último de sus ahijados.
En los sacramentos me pasó algo curioso que no me esperaba para nada. Durante la consagración en la misa del penal me fijé en Rodrigo, uno de mis ahijados, y cuando vi los ojos con los que miraba al Cuerpo de Cristo sentí una mezcla de envidia y admiración. Envidia de ese saber reconocer la Verdad cuando te topas de frente con ella que tienen los corazones sencillos. Lo mismo pasaba en los cerros, a menudo las madres que frecuentaban las catequesis en Don Jorge mostraban un recogimiento en la oración digno de aquel que ha tenido un encuentro genuino con Dios.
Quienes veo que menos se acostumbran a lo bueno son Óscar y Gustavo –dos misioneros camanejos de pura cepa–, lo cual no me puede llenar de más esperanza. Óscar junto con su esposa Milagros ha dado el reposo y ha acogido al Señor al pie de la letra. Tavo, por su parte, es testimonio de lo bien que hace Dios las cosas y de cómo aprovecha cada momento para hablarnos al corazón, que de eso él sabe mucho.
Hay tantísimas cosas que se me quedan en el tintero… confesiones milagrosas que ocurren tras años de misión, un pavo que reza más que la mayoría, las muchas misas por los difuntos que celebramos, las procesiones en las que el mismo Jesucristo Sacramentado se paseó como uno más de los vecinos por los cerros o ver una juventud despierta y atenta a las necesidades de sus vecinos. Tantas miradas vivas, inquietas, penetrantes… Sería imposible sintetizar tantísimos recuerdos en este espacio. Hacia el final de la Misión, Christian me preguntó bajando de Paraíso cómo describiría la misión con solo una palabra. “Gratuidad”, dije yo sin pensármelo demasiado. Gratuidad porque a mí jamás se me ha pedido nada, todo me ha sido regalado desde el momento en el que pisé este mundo hace 24 años; y gratuidad también porque el tesoro que durante este mes hemos compartido al sur del Perú, nos ha sido regalado inmerecidamente.
Y ¡menos mal! ni el rey más engalanado y rico del mundo podría haberlo pagado jamás porque tal y como dijo el rey Salomón: “dar por este amor todos los bienes de la casa sería despreciarlo”.